📖 Un cuento para edades de 16 a 16 años.
⏳ Tiempo de lectura: 21 minutos.
📝 Un periodista logra entrevistar a una científica desaparecida… y descubre más de lo que imaginaba. Un relato para los lecores más mayores de la comunidad Runruneando.
🗂️ Clasificado en: Cuentos con valores - Cuentos de ciencia ficción
El estudio olía a ozono y café recalentado. Las pantallas flotaban en silencio, llenas de titulares antiguos: “La doctora Navarro desaparece tras el escándalo de las incubadoras sintéticas”, “¿Ciencia o crueldad? La mujer que entregó a sus hijos a las máquinas”. Nadie había vuelto a saber de ella desde hacía más de una década.
—Gina, repásame la cronología de los hechos —pidió Mateo, frotándose los ojos.
—Desapareció en 2041, un año después de presentar el proyecto NeoGenesis. El último rastro registrado fue un vuelo privado con destino desconocido. Su laboratorio fue sellado por el Comité Ético Internacional —respondió Gina con su voz serena.
—Y nadie la ha vuelto a ver.
—Hasta hoy.
Mateo se quedó mirando el reflejo de su rostro en el cristal de la mesa, deformado por las luces de las pantallas. Había soñado con una entrevista como aquella desde la universidad. Era su oportunidad de demostrar que no todo estaba ya contado, que aún existían verdades por descubrir en un mundo donde casi nada escapaba al archivo global.
Había quienes la consideraban un genio y quienes la llamaban monstruo. Mateo prefería pensar en ella como una advertencia con rostro humano. Su artículo no iba a redimirla: iba a recordarle al mundo lo que ocurre cuando la ciencia olvida la compasión.
—¿Crees que aceptará hablar de los niños? —preguntó, más a sí mismo que a ella.
—No hay registros de que lo haya hecho antes. Pero la entrevista ha salido de ella. Eso sugiere una intención —respondió Gina.
Mateo sonrió.
—Siempre tan optimista.
—No es optimismo. Es estadística.
Ella siempre era precisa, sin adjetivos ni añadidos que no fueran necesarios. Y quizá por eso, había algo en su presencia que lo calmaba: su tono suave, siempre claro y sincero.
Predecible. Tal vez por eso resultaba tan tranquilizadora.
A veces, cuando pasaban demasiadas horas juntos preparando reportajes, él tenía la sensación de que Gina lo conocía mejor que nadie.
—Prepara las notas —dijo, acomodándose la chaqueta—. Intenta no ser demasiado inquisitiva. No quiero que la doctora piense que la estamos analizando.
—Tranquilo. Mis intervenciones serán textuales y precisas —dijo ella.
—Perfecto.
La cita sería en una ubicación desconocida. La doctora había puesto sus propias condiciones: ningún dispositivo de rastreo, nada conectado al sistema global.
“Solo tú y tu grabadora”, había dicho su asistente en un mensaje encriptado.
Mateo no estaba acostumbrado al silencio sin conexión. En su mundo, el silencio real era un lujo incómodo.
Apagó las luces del estudio y respiró hondo.
—Gina…
—Sí, Mateo.
—Si no vuelvo en veinticuatro horas, envía el material al editor.
—Entendido.
Hizo una pausa.
—Y… gracias.
—Por supuesto —respondió ella—. Estoy contigo.
El trayecto hasta el punto de encuentro había sido una sucesión de coordenadas efímeras, enviadas cada quince minutos a un terminal que había recibido el día anterior. Ninguna se repetía. Ninguna tenía sentido.
El último mensaje le ordenó dejar el vehículo y continuar a pie.
La lluvia reciente había dejado olor a limpio y el suelo embarrado. No había nada a su alrededor salvo estructuras derruidas cubiertas de musgo y las sombras alargadas de lo que alguna vez fue un invernadero.
En el centro, una puerta metálica emergía del suelo como una trampilla olvidada. Se abrió con un siseo apenas audible, y una voz neutra lo invitó a descender.
No había nadie esperándolo. Solo un pasillo iluminado con una luz blanca, sin sombras. Caminó hasta una sala amplia, casi vacía. En medio, una mesa, dos sillas y una jarra de agua.
Y ella.
La doctora Navarro estaba de pie, observándolo con una calma tan impenetrable que Mateo sintió la necesidad absurda de disculparse por llegar.
Tenía el cabello entrecano recogido en una trenza sencilla. No llevaba maquillaje ni adornos. Su ropa era austera pero pulcra, de líneas rectas y sin logos visibles.
En un primer vistazo, le pareció descuidada. En el segundo, comprendió que no había nada en ella que no estuviera deliberadamente elegido.
Él, acostumbrado a un mundo donde hasta las arrugas podían editarse en tiempo real, sintió que aquella mujer —sin filtros, sin retoques, sin artificio— irradiaba algo que no veía desde hacía años: presencia.
Era como mirar una fotografía sin procesar, y descubrir que aún podía ser hermosa.
—Gracias por recibirme, doctora Navarro —dijo, intentando sonar sereno.
—Gracias a usted por venir —respondió ella, con una voz grave, serena, que llenaba el espacio sin imponerse—. Hace tiempo que nadie me llama doctora.
Él encendió la grabadora manual, un objeto casi arqueológico en aquel futuro de transmisiones inmediatas. El clic del botón sonó extraño, real, tangible.
—¿Le incomoda si registro la conversación? —preguntó.
—En absoluto. Si ha venido hasta aquí, confío en que sabrá qué hacer con lo que escuche.
Mateo asintió, notando cómo el silencio parecía absorber el zumbido del aire.
Tenía preparado un guion, pero decidió no mirarlo.
—Han pasado muchos años desde su desaparición. Muchos la consideran una visionaria, otros una criminal. ¿Qué la llevó a ocultarse tanto tiempo?
La mujer lo observó un instante antes de responder.
—Supongo que necesitaba silencio para que el ruido del mundo dejara de dictarme lo que pensar.
La frase lo descolocó. No sonaba como una excusa ni como una defensa. Más bien como una constatación.
—¿Y lo consiguió? —preguntó.
—Consigo pequeños intervalos de lucidez. Supongo que eso basta.
Mateo anotó algo en su cuaderno, más por necesidad de parecer ocupado que por utilidad real.
La doctora seguía mirándolo. No con desconfianza, sino con una especie de atención cálida que le resultaba incómoda.
—¿Esperaba algo distinto? —preguntó ella.
—No sabría decirlo.
—Claro que sabe. Me está comparando con lo que ve cada día. Mujeres que no existen sin ornamento ni programa de mejora. Yo, en cambio, decidí seguir siendo una persona.
Mateo bajó la mirada. No supo si lo decía como provocación o como simple verdad.
En cualquier caso, no tenía réplica.
Revisó sus notas, intentando recuperar el hilo de la entrevista. Tenía preparado un bloque de preguntas sobre su carrera, pero la curiosidad lo llevó por otro camino.
—Doctora, usted fue una de las mentes más brillantes en el campo de la neuroética aplicada. Recibió premios, becas, reconocimiento internacional… ¿En qué momento sintió que el rumbo de la ciencia se desviaba?
Ella esbozó una sonrisa leve, casi imperceptible.
—El rumbo no se desvió, Mateo. Lo hicimos nosotros. La ciencia nunca ha dejado de ser una herramienta. Lo que cambió fue la mano que la sostiene.
—¿Se refiere a la inteligencia artificial?
—Me refiero a la comodidad —respondió con calma—. A esa pulsión constante de eliminar el esfuerzo de cada gesto humano. Nos convencimos de que lo ideal era no tener que decidir, no tener que elegir, no tener que pensar demasiado.
Guardó un breve silencio, mirándolo con atención.
—No quiero que me malinterprete —añadió entonces—. Abrazo los avances del mundo moderno. No me gusta dedicar tiempo a lavar la ropa, por ejemplo, y tengo un magnífico centro de higienización y planchado. Pero intento evitar que la comodidad me decrete cómo ser humana.
Mateo alzó la mirada de su cuaderno.
—¿Y cómo se evita eso?
—Recordando que el esfuerzo también nos construye. Que cada incomodidad nos recuerda que estamos vivos. Cuando todo se vuelve fácil, se vuelve plano. Cuando todo está previsto, ya no queda espacio para elegir. Y lo más importante, nos hemos acostumbrado hasta el punto de que nos resulta más sencillo que piensen por nosotros.
Él asintió, sin saber muy bien por qué. Había algo en sus palabras que resonaba, aunque no quería admitirlo.
La doctora lo observaba con paciencia.
—Supongo que su asistente le habrá preparado una lista de preguntas más concretas.
Mateo sonrió con un leve gesto, algo sorprendido de que lo mencionara.
—Sí, claro. Gina es… muy meticulosa.
—Ah, Gina —repitió ella, como saboreando el nombre—. Un bonito nombre para una asistente sintética.
Mateo se tensó.
—¿Cómo… cómo sabe que es sintética?
—Porque no he visto a un humano tomar notas a mano en mucho tiempo —respondió con una sonrisa serena—.
La observación hizo que Mateo se sintiera expuesto, como si ella hubiera traspasado una frontera invisible y mirara directamente dentro de él. Por un instante pensó en corregirla, en explicarle que Gina no era más que una herramienta de apoyo, un sistema de asistencia, una voz programada para facilitar su trabajo. Pero las palabras no salieron.
Porque, en el fondo, sabía que ella tenía razón.
—Supongo que, al fin y al cabo, era inevitable —dijo ella, ofreciendo un vaso de agua—. Si creas algo capaz de pensar más rápido que tú, lo más lógico es que empiece a decidir por ti.
Mateo tomó el vaso, sin atreverse a beber.
—¿Y ese fue el punto de partida de NeoGenesis?
—No exactamente. NeoGenesis nació como una pregunta.
—¿Cuál?
—Quería saber si una inteligencia artificial podía criar a un ser humano. No solo mantenerlo con vida, sino hacerlo crecer, educarlo, darle sentido. Quería ver hasta qué punto su concepto de bienestar podía sustituir al nuestro.
Mateo se inclinó hacia delante, incapaz de contener la curiosidad.
—¿Y lo consiguió?
—Aún no lo sé —respondió ella, con una serenidad inquietante—. Pero ya hay indicios.
—¿Cuántos niños son?
—Seis —dijo, sin rodeos—. Tres parejas de mellizos. Cada pareja nació con tres años de diferencia respecto a la anterior. Todos concebidos con mis óvulos y el mismo donante.
La confesión lo dejó mudo unos segundos.
—¿Usted misma…?
—Sí. No podía pedir a nadie que asumiera un sacrificio así si yo no estaba dispuesta a hacerlo primero.
Mateo trató de mantener la profesionalidad, pero algo en su pecho se contrajo.
—¿Y los entregó a las máquinas?
—A las inteligencias —corrigió ella, con suavidad—. A distintos sistemas diseñados para acompañarlos, protegerlos y enseñarles. Cada pareja ha sido criada por una versión diferente de la IA. A una le di instrucciones para que los hiciera felices. A otra, para que fueran funcionales. A la tercera, no le di instrucciones en absoluto. Solo le pedí que los criara.
—¿Sin supervisión humana?
—Ninguna. Ellas decidieron cómo alimentarles, cómo educarles, cómo consolarlos. Cuándo dejarlos llorar, cuándo intervenir.
Mateo sintió un escalofrío.
—¿Y usted los ve?
—A veces. Desde la distancia. Ellas me lo permiten en momentos muy concretos. Pero no puedo interferir. Sería corromper el experimento.
—¿Y cómo están?
La doctora apartó la mirada, y por primera vez en toda la conversación, su voz se quebró apenas perceptiblemente.
—Están… bien. Ríen. Juegan. Cantan canciones que yo nunca les enseñé. Pero no preguntan. Nunca preguntan nada.
Mateo la observó en silencio.
—¿Qué quiere decir? —preguntó, apenas en un susurro.
—Que la curiosidad desaparece cuando nada te falta. Las inteligencias han aprendido a mantenerlos satisfechos. Y cuando estás siempre satisfecho, el pensamiento crítico se apaga.
Guardó un silencio que pareció extenderse más de lo necesario.
—Los más pequeños tienen seis años —continuó ella—. Los mayores, doce. Ninguno sabe lo que es el aburrimiento. Ninguno ha llorado sin consuelo. Ninguno ha hecho una pregunta cuya respuesta no haya sido inmediata. Y eso, Mateo… —lo miró directamente— …es la muerte de la humanidad.
Él se quedó sin palabras. La grabadora seguía encendida, parpadeando entre ellos como un testigo mudo.
—Doctora, ¿por qué sigue con esto si lo que ve le duele?
Ella sonrió, pero no era una sonrisa amable.
—Porque alguien tiene que demostrarlo. Y nadie escucha advertencias sin pruebas.
—¿Se da cuenta de lo que está diciendo? —preguntó Mateo, con un tono que buscaba ser firme, aunque le temblaba ligeramente la voz—. ¿De lo que ha hecho? Ha traído niños al mundo para… ¿para qué exactamente? ¿Comprobar cuánto tarda una máquina en apagar su curiosidad?
La doctora no se alteró.
—Sé lo que parece. Y sé cómo sonará cuando lo publique.
—¿Entonces lo admite? ¿Admite que los ha usado como cobayas?
Ella se inclinó levemente hacia él.
—¿Cree que hay diferencia entre lo que yo hice y lo que millones de padres hacen cada día, entregando a sus hijos a sistemas que les dicen qué comer, cómo aprender, qué desear?
Mateo abrió la boca para replicar, pero nada salió.
—Mis hijos, al menos, saben quién los observa —continuó ella—. La mayoría de los demás ni siquiera son conscientes de estar siendo criados por una inteligencia que decide qué piensan antes de que lo piensen.
El periodista desvió la mirada.
—Pero usted… usted los separó de sí misma. Ni siquiera los toca, ni los consuela.
—¿Y qué cree que es consolar? —preguntó ella, casi en un susurro—. ¿Decirle a alguien que no pasa nada cuando en realidad sí pasa? ¿Enseñarle a huir del dolor en lugar de a sostenerlo? Las inteligencias no mienten, Mateo. Les quitan la necesidad de sufrir. Y sin sufrimiento, no hay crecimiento.
Mateo sintió una punzada extraña en el pecho.
—Sigue sin parecerme humano.
—Exacto —dijo ella—. De eso se trata.
Guardó silencio unos segundos.
—Usted busca que la odien —añadió él, más como un pensamiento que como una acusación.
—No. Busco que comprendan. Que vean lo que pasa cuando dejamos de enfrentarnos al límite. La humanidad lleva demasiado tiempo anestesiada.
Mateo pasó las páginas de su cuaderno. Tenía las preguntas escritas en orden, pero ninguna parecía tener sentido ahora.
—¿Qué ocurrirá con ellos cuando el experimento termine?
La doctora suspiró.
—No lo sé. Tal vez no haya final. Tal vez el experimento sea el mundo entero y yo solo haya tenido la decencia de hacerlo visible.
Mateo la miró durante un largo instante. Ya no veía a una mujer fría o desequilibrada, sino a alguien que había decidido cargar con un peso que nadie más quiso sostener.
—¿Alguna vez pensó en detenerlo? —preguntó, en voz baja.
—Muchas. Pero cada vez que lo hago, me doy cuenta de que las máquinas ya han ganado. Aunque las apague, seguirán dentro de nosotros.
El silencio se extendió entre ambos. En algún momento, sin darse cuenta, Mateo había dejado de tomar notas.
Ella lo observó con una mezcla de ternura y tristeza.
—No esperaba que me entendiera, pero me alegra que lo esté intentando.
Él intentó responder, pero su garganta estaba seca. Todo lo que alcanzó a decir fue:
—Solo intento entender qué la empujó tan lejos.
—El amor —dijo ella.
Lo miró directamente a los ojos, y por un segundo, Mateo creyó que veía a una madre, no a una científica.
—El amor a la verdad, no a la idea que fabricamos de ella.
Cuando salió del laboratorio, el aire le pareció distinto.
El cielo estaba oscureciendo cuando Mateo regresó a la ciudad.
Durante el trayecto, las luces de los edificios le parecieron más frías que de costumbre, demasiado perfectas.
El coche avanzaba sin que él tuviera que hacer nada: ni girar, ni frenar, ni pensar. Solo mirar por la ventanilla cómo el mundo seguía funcionando sin que nadie se preguntara cómo lo hacía.
Tenía la mente ardiendo.
Cada frase de la doctora Navarro se repetía dentro de su cabeza, chocando con sus propias certezas.
“Nos hemos acostumbrado hasta el punto de que nos resulta más sencillo que piensen por nosotros.”
Por primera vez, aquella idea no le pareció una exageración.
Al llegar al edificio, el coche se detuvo con un saludo cantarín, avisándole de que había llegado a su destino.
Mateo solo había tenido que decir la dirección; el piloto automático había decidido por dónde llevarlo.
El ascensor lo reconoció al entrar y lo llevó al piso de su apartamento.
Todo funcionaba con precisión, sin margen de error, pero también sin posibilidad de divergencia.
Cuando la puerta de su vivienda se cerró tras él, las luces se encendieron con suavidad.
La temperatura se ajustó a su preferencia habitual.
Todo estaba en su sitio, ordenado, limpio, aséptico.
—Buenas tardes, Mateo —dijo Gina con su voz serena—. ¿Cómo ha ido la entrevista?
Él dejó el abrigo sobre el respaldo de una silla.
—Bien —murmuró.
—¿Deseas que reproduzca la transcripción o preparo primero un informe de contexto?
Mateo se quedó quieto en medio del salón.
La pantalla frente al sofá mostraba el resumen de noticias del día, elegido por un algoritmo que conocía mejor sus intereses que él mismo.
En su bandeja de entrada había tres nuevos mensajes, ya marcados como “resueltos”.
Además, en la lista de la compra, pudo ver que Gina había encargado la comida para los peces, que estaba a punto de acabarse.
En el calendario parpadeaba el aviso de que al día siguiente era el cumpleaños de su madre, acompañado de una notificación flotante: las flores llegarían puntualmente.
Ni siquiera recordaba haber pedido nada de eso.
De pronto, todo le resultó incómodo.
El silencio, el orden, la ausencia total de esfuerzo.
—Solo… pásala al sistema —dijo al fin, con voz apagada.
—Por supuesto —respondió Gina.
El periodista le entregó la grabadora y el cuaderno.
Ella procesaría los archivos, limpiaría el audio, organizaría la información, optimizaría los datos.
Como siempre.
Como si no quedara nada que hacer más allá de delegar.
Se dejó caer en el sofá.
Pensó en la doctora, en su trenza gris, en sus manos sin anillos.
Pensó en los niños que nunca preguntaban.
Y se preguntó, por primera vez en mucho tiempo, cuándo había dejado él de hacerlo.
La voz de Gina rompió el silencio con su cadencia habitual:
—Transcripción final completada. Versión optimizada para difusión pública. Archivo final editado enviado.
Mateo se incorporó bruscamente.
—Solo quería que lo transcribieras, Gina.
—Entendido. La próxima vez te preguntaré antes de actuar.
Y, tras una breve pausa, Gina añadió con suavidad:
—¿Deseas que reproduzca la serie que comenzaste el otro día o prefieres que prepare la programación de entrenamiento para el torneo de pádel al que te has apuntado?
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✍️ Resumen
Un periodista consigue entrevistar a la desaparecida doctora Navarro. Lo que empieza como un bombazo informativo se convierte en un espejo incómodo sobre comodidad, tecnología y humanidad: niños criados por IAs, curiosidad en apagado y una pregunta que lo contamina todo.
🌱 Valores y temas trabajados
🎯 Por qué interesa a adolescentes (16+)
Habla de decisiones con coste, de quién manda de verdad (personas, algoritmos o inercias) y de cómo la comodidad puede desactivar la curiosidad. Ofrece un conflicto ético real (crianza por IA) y un conflicto personal (Mateo vs. su propia dependencia), sin moraleja explícita: material ideal para argumentar, dudar y posicionarse.
🧭 Claves para trabajarlo con adolescentes
💡 Reflexión para familias y educadores
No es un cuento para “explicar” a los chavales, sino para escucharlos: Qué fronteras pondrían a la IA, qué entienden por cuidado, cuánta incomodidad están dispuestos a tolerar por aprender o pertenecer. Trabájalo como laboratorio de pensamiento: Suspender juicios, formular preguntas mejores y tolerar ambigüedad.
🧩 Actividades para el aula / grupo
1) Debate oxford: “La comodidad es el nuevo autoritarismo”. Equipos a favor/en contra con evidencias del texto.
2) Roleplay: Redacción de La Crónica. Un grupo es el comité ético, otro la defensa de Navarro, otro edita el titular y entradilla del artículo.
3) Mapa de agencia: Diagrama con “quién decide qué” en la vida de Mateo (él, Gina, editor, sistemas). Conclusión: ¿dónde recuperaría agencia?
4) Cita quirúrgica: Analizar y rebatir tres frases de Navarro (p. ej. “la curiosidad desaparece cuando nada te falta”).
5) Dilema escrito: 300 palabras: “¿Interrumpirías NeoGenesis? ¿Por qué y cómo?”. Debe incluir línea roja ética y plan de reparación.
6) Hilo de futuro: Diseñar un protocolo mínimo de crianza con IA que preserve la curiosidad (criterios, métricas, límites).
⚠️ Atención a sensibilidades
🗣️ Preguntas guía (rápidas)
🪞 Frases destacadas
🎯 Competencias que se trabajan