
👑🧵 El traje nuevo del emperador
Tiempo de lectura: 6 minutos.
📖 Un cuento para edades de 7 a 13 años.
⏳ Tiempo de lectura: 11 minutos.
📝 Una visita inesperada transforma la mirada de María sobre la naturaleza y el cuidado animal.
🗂️ Clasificado en: Cuentos con valores - Cuentos de animales - Cuentos sobre cuidar la naturaleza
María llevaba un buen rato paseando por el santuario El Aprisco de la mano de su tía Teresa, con los ojos bien abiertos, llena de curiosidad. A sus once años, por fin había conseguido que su tía la llevara a conocer aquel lugar del que tantas historias había escuchado.
—Esta es la zona de la granja —le explicó Teresa con un gesto amplio del brazo. —Aquí tenemos a todos los animales domésticos. Mira ahí —añadió, señalando un cercado donde un par de cabras mordisqueaban la hierba—. ¿Ves a esa cabra marrón con la mancha blanca en la frente? Es Carola.
—¿La de la tormenta? —preguntó María, recordando una de las anécdotas que le había contado su tía.
—La misma. Fue ella quien reunió a los cabritillos cuando se escaparon con el temporal. Si no llega a ser por Carola, vete tú a saber dónde habrían acabado. Es lista como ella sola.
María sonrió admirando a la cabra, que en ese momento parecía de lo más tranquila, como si no tuviera fama de heroína.
Siguieron caminando hacia la zona de los animales salvajes. Allí, los recintos eran más grandes, las vallas eran más altas y seguras y estaban llenos de árboles, matorrales y escondites. Teresa le hablaba de cómo algunos animales, como Rojo, el zorro, habían tenido que quedarse a vivir allí porque no podrían sobrevivir en el bosque al haber crecido con humanos o porque habían resultado gravemente heridos, como el caso de Rayo, el último buitre que rescataron.
La paz del paseo se rompió de golpe cuando Teresa divisó un jeep entrando a toda velocidad por el camino principal, levantando polvo a su paso. Se dirigió directo a la clínica, donde ya se veía movimiento.
—Eso no es buena señal… —murmuró Teresa, seria.
Ambas se acercaron con rapidez. Desde la distancia vieron cómo los cuidadores recibían una camilla improvisada. Sobre ella, divisaron el cuerpo de lo que parecía una loba joven, inmóvil, cubierta de heridas. El personal de la clínica ya estaba avisado y actuaba con rapidez, desapareciendo tras las puertas.
Teresa y María llegaron justo cuando uno de los agentes medioambientales salía al encuentro, limpiándose las manos en el pantalón con gesto cansado.
—Teresa… —saludó con un leve movimiento de cabeza.
—¿Qué ha pasado?
—Una loba ibérica. Nos avisó el dueño de una granja esta mañana, intentó cazar un cordero. No es habitual que se acerquen tanto, pero esta parece joven... y sola. Suponemos que no tenía manada. Suma que está preñada, lo que explicaría que estuviera desesperada. Los perros guardianes la atacaron antes de que pudiera huir. El granjero actuó bien, avisó en cuanto la reconoció como loba. Pero cuando llegamos, ya estaba en muy mal estado. Hay muy pocas esperanzas de que sobreviva.
María escuchaba en silencio, con un nudo en la garganta. Teresa bajó la mirada, preocupada.
—¿Y las crías?
—Si consiguen sacarlas… habrá que buscar cómo alimentarlas. Sin madre, es complicado. Habría que darles biberones cada 4 horas o menos y eso complicaría su suelta en libertad en el futuro.
Fue entonces cuando a Teresa se le iluminó la cara con una idea.
—Lúa —dijo—. Nuestra mastina ha tenido una camada hace poco. Solo tres cachorros. Y si alguien tiene instinto maternal de sobra, es ella.
El agente asintió, esperanzado.
—Si acepta a los lobeznos, tendrán una oportunidad.
María no pudo evitar preguntar:
—¿De verdad una perra puede cuidar a lobos?
Teresa sonrió, aunque la preocupación seguía en sus ojos.
—Lúa no es una perra cualquiera. Desde que llegó al Aprisco, ha ayudado a decenas de animales a adaptarse. Es tranquila, cariñosa… Tiene un don. Si alguien puede hacerlo, es ella. Como ha tenido sus cías hace poco, estará mejor predispuesta.
Las horas pasaban lentas, cargadas de tensión. Cuando el sol empezaba a caer, la veterinaria salió con la cara descompuesta.
—No hemos podido salvarla… —dijo en voz baja—. Pero los cuatro lobeznos han sobrevivido.
No hubo tiempo para lamentos. Teresa tomó a María de la mano.
—Vamos con Lúa.
En el chenil, Lúa descansaba mientras sus tres cachorros mamaban tranquilos. La gran mastina alzó la cabeza al ver llegar a varios cuidadores, acompañados por María, que recogían una de sus mantas.
—Primero, que huelan a ella —explicó Teresa a María mientras frotaba a los lobeznos con la manta impregnada del olor de Lúa—. Si los reconoce como algo suyo, será más fácil que los acepte.
Luego, los colocaron sobre la misma manta, a unos pasos de la perra. Y salieron cerrando la verja tras de sí, quedándose a poca distancia con el corazón en un puño. Todos contenían la respiración.
Lúa olfateó el aire, sus orejas se tensaron y se incorporó lentamente. Dejó a sus cachorros, que se quejaron por la repentina separación del calor de su madre, y comenzó a acercarse a los cuatro pequeños cuerpos, que temblaban y sollozaban débilmente.
La mastina rodeó a los lobeznos, una vez, dos veces. Los olfateó sin terminar de acercarse del todo, se notaba que estaba intranquila, y luego se alejó aún más, mirando de reojo a sus propios cachorros. Emitió un gruñido bajo, seguido de varios gimoteos de inquietud. Sus patas daban pequeños pasos nerviosos, como si estuviera debatiéndose entre el instinto y la duda.
María sentía que el corazón le iba a estallar. Miraba a Lúa sin atreverse a parpadear, con la garganta tan apretada que dolía.
La perra volvió a acercarse, olfateando más intensamente. Se apartó de nuevo. Dio un par de vueltas sobre sí misma, visiblemente agitada, resoplando. Lanzó una mirada rápida al cuidador, luego a sus cachorros… y después, al oír un gemido más fuerte de uno de los lobeznos, se detuvo en seco.
Uno de los pequeños se había movido, arrastrándose torpemente hacia ella.
Lúa bajó la cabeza. Olfateó al lobezno durante unos segundos que parecieron eternos. Todos contenían la respiración.
Entonces, con una dulzura infinita, le dio un lametón largo y cuidadoso.
María sintió cómo las lágrimas le nublaban la vista, pero no apartó la mirada.
Lúa, como si al fin hubiera tomado una decisión, cogió al lobezno con suavidad por la piel del cuello y lo llevó junto a sus cachorros. Sin perder tiempo, volvió a por el segundo, el tercero, el cuarto.
Cuando se tumbó, dejando que los lobeznos mamaran junto a sus propios cachorros, una oleada de alivio recorrió el lugar. Teresa se pasó la mano por la cara, emocionada.
—Lo ha hecho… —susurró con la voz quebrada—. Lúa los ha adoptado.
María, con las mejillas empapadas, sonrió mientras sentía que el corazón, por fin, volvía a latir con normalidad.
De camino de regreso, tras dejar a Lúa tranquila con su nueva familia numerosa, María preguntó:
—¿Y ahora qué?
—Ahora empieza la parte más delicada —respondió Teresa—. Hay que cuidarlos sin que se acostumbren a nosotros.
—¿Cómo es eso?
—Se llama impronta. Es cuando un animal, sobre todo de pequeño, asocia lo primero que ve o siente como si fuera su madre o su manada. Si se imprimen con los humanos, podrían pensar que somos su familia. Y si eso pasa... no podrán vivir como lobos. No tendrán miedo a la gente, se acercarán a casas, a coches… y eso puede ser peligroso para ellos y para los demás.
—¿Y cómo se evita?
—Con mucha paciencia. Los alimentaremos sin que nos vean, les enseñaremos a buscar comida, a cazar… Les pondremos restos de presas, les dejaremos explorar, todo en recintos grandes y naturales. Y, cuando estén listos, los llevaremos a una reserva donde terminarán de aprender lo que significa ser lobos libres.
—¿Entonces no podéis acariciarlos ni jugar con ellos?
—Exacto. Aunque cueste, tenemos que mantener la distancia. Les enseñaremos a cazar, a esconderse, a comportarse como lobos. Y lo más complicado, ¡sin que nos vean ni nos huelan!
—¿Podré venir cuando los lleven a la reserva?
—Claro que sí, María. Será un día especial.
Diez meses después, María volvió a El Aprisco. Los cuatro lobos jóvenes, fuertes y salvajes, estaban listos para ser trasladados a una gran reserva donde completarían su adaptación.
Desde lejos, observó cómo los cuidadores los sedaban para poder transportarlos con seguridad. Sintió un nudo en la garganta, pero también un orgullo inmenso.
—¿Triste? —preguntó Teresa acercándose.
—Un poco… pero sé que es lo mejor para ellos.
Teresa le pasó el brazo por los hombros.
—Aquí cuidamos… para dejar ir. Vamos, que alguien te está esperando.
En el patio, un enorme mastín, aún joven y algo torpón, apareció moviendo la cola. Era uno de los hijos de Lúa, que se había quedado en el santuario, destinado a seguir los pasos de su madre como perro de apoyo. Al resto los habían dado en adopción y hacía meses que vivían con sus propias familias.
María se agachó para abrazarlo y jugar con él, mientras lanzaba una última mirada hacia el horizonte por donde habían partido los lobos.
Siempre recordaría a los cuatro valientes… y a la gran Lúa, que les dio la oportunidad de hacerse fuertes y crecer libres.
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María visita el santuario El Aprisco con su tía Teresa y presencia la llegada de una loba ibérica herida y preñada. Con la ayuda de Lúa, la mastina del refugio, los lobeznos son adoptados y cuidados hasta que, tras aprender a ser lobos, puedan volver a la naturaleza.
Este cuento conecta con la curiosidad natural por los animales y enseña la importancia de cuidar a los seres vivos sin convertirlos en mascotas. Fomenta la empatía hacia la fauna salvaje, el sentido de la responsabilidad en el cuidado de otros y la reflexión sobre los límites entre la ayuda y la intervención.
Muchos niños y niñas experimentan el deseo de acariciar y alimentar animales. Aquí aprenderán a equilibrar ese impulso con el respeto a las necesidades de los lobeznos y al proceso de impronta. Además, refleja la relación especial con los abuelos o tutores (a través de Teresa) y el vínculo con una mascota protectora (Lúa).
Enseñar a los niños a cuidar sin domesticar refuerza el respeto por la vida salvaje y la conciencia ambiental. Este cuento invita a acompañar pasos de autonomía y comprensión de los ciclos naturales, recordando que a veces el mayor acto de amor es dejar ir.
"Aquí cuidamos… para dejar ir."
Forma parte de la colección de cuentos sobre animales y naturaleza de Runruneando. Para descubrir más historias y recursos educativos, visita Runruneando.