🌬️ La danza de la bolsa blanca

Era una tarde de otoño.
De esas de luz anaranjada y aire fresco, sin hacer todavía frío.
Olía a hojas secas, a tierra húmeda y ligeramente a leña, de alguna caldera lejana.

En el suelo, junto a un banco del parque, una pequeña bolsa blanca de plástico había quedado olvidada por alguien que había merendado por allí.

Arrugada, con algunas hojas secas sobre ella, permaneció quieta un momento, como si aún no supiera que estaba libre.
Pero una ráfaga de viento suave la levantó del suelo y la empujó hacia delante.
La bolsa se infló un poco, se estiró y volvió a detenerse.
Otra breve ráfaga la arrastró un poco más allá, hasta el centro del camino, donde se juntó con más hojas secas.

Pasó un ratito.
Entonces, un nuevo torbellino, más fresco y vigoroso, terminó de inflarla y la elevó del suelo.
Así, suspendida, la pequeña bolsa blanca comenzó a bailar.

No era un baile rápido ni torpe.
Era un movimiento ligero, casi tímido, como si cada soplo de aire le enseñara un nuevo paso.
Subía unos centímetros, giraba, rozaba el suelo y volvía a alzarse.
Sus bordes temblaban con un susurro que se confundía con el crujido de las hojas.

El sol, ya bajito, se reflejaba en su superficie y le daba destellos dorados.
Parecía un pequeño espíritu del viento, jugando entre los árboles.
Pasó junto a un grupo de palomas que la miraron un momento, desconfiadas, y luego siguieron picoteando el suelo.
Un niño quiso atraparla, pero la bolsa se le escapó entre los dedos con una graciosa pirueta y siguió su camino.

Avanzó por el paseo, empujada por rachas suaves que la llevaban cada vez más lejos.
Cruzó la calle con elegancia, planeando sobre el asfalto como una pluma.
Una corriente más fuerte la levantó en el aire y la hizo girar frente a los ventanales de un café.
Desde dentro, una anciana la observó mientras removía el azúcar en su taza. Sonrió sin saber muy bien por qué.
Quizá porque, por un instante, la bolsa parecía viva.

El viento cambió de dirección y la condujo de nuevo hacia el parque.
Allí, las hojas caídas formaban remolinos de colores: ocres, naranjas, rojizos.
La bolsa se unió a ellos como si siempre hubiera pertenecido a ese lugar.
Giró entre las ramas, acarició un charco y se elevó otra vez, más suave ahora, como si empezara a cansarse.

Finalmente, se posó con ligereza sobre el césped húmedo, junto a una mata deshojada.
El aire se calmó.
Durante unos segundos, todo quedó quieto: los árboles, las hojas, los sonidos.
Solo la bolsa se movía un poco, con el vaivén casi imperceptible de la brisa que se apagaba.

Allí se quedó, blanca y ligera, reflejando la última luz del atardecer.
El aire tenía ese olor a lluvia que se acerca, y en el cielo empezaban a encenderse las primeras estrellas.
La bolsa no lo sabía, pero su danza había sido vista por niños, ancianos, pájaros y hojas.
Había recorrido calles, esquinas y sueños en una sola tarde.

Cuando cayó la noche, un nuevo soplo de brisa la levantó apenas un instante.
Fue como un último saludo.
Luego volvió a descansar, tranquila.
El mundo siguió su ritmo, y el viento, satisfecho, guardó silencio.