
🛠️ Horizontes lejanos 2: desafíos y decisiones
Tiempo de lectura: 11 minutos.
📖 Un cuento para edades de 8 a 14 años.
⏳ Tiempo de lectura: 7 minutos.
📝 Un viaje al corazón del bosque y a la mirada que descubre la vida oculta en las piedras.
🗂️ Clasificado en: Cuentos sobre la familia - Cuentos de fantasía - Cuentos sobre cuidar la naturaleza
En un pequeño pueblo escondido entre montañas, donde los caminos serpenteaban entre robles y el musgo cubría los muros como una manta vieja, vivía Don Ernesto. Para los del pueblo, era simplemente "el loco de las piedras". Cada día salía con su sombrero de paja, una lupa colgada al cuello y una libreta llena de anotaciones ilegibles. Se pasaba horas mirando grietas en las rocas, murmurando cosas sobre diminutos seres invisibles que plantaban semillas en las rendijas.
La mayoría lo ignoraba. Algunos se reían de él, otros lo observaban con una mezcla de ternura y preocupación. Pero nadie se tomaba en serio lo que decía. Solo una vecina, la señora Paquita, se atrevió a levantar el teléfono un día y llamar a Javier, el hijo de Ernesto.
—Javi, hijo, tu padre está cada vez más raro. Dice que ha encontrado a los... no sé, murmura una palabra rara, como plantasemillas o algo así. No para de hablar solo por el bosque. Yo que tú venía a verlo. No me quedaría tranquila si fuera mi padre.
Javier vivía en la ciudad, llevaba una vida ordenada y eficiente, con trabajo, gimnasio y reuniones con amigos los viernes. Hacía años que no veía a su padre más de un par de veces al año. De niño lo había admirado, pero con el tiempo, la excentricidad de Ernesto le pareció una carga. Le costaba explicar a sus amigos que su padre hablaba con las rocas y creía en duendes.
Aun así, la llamada lo removió por dentro. Así que unos días después, con la mochila al hombro y el móvil en la mano, se bajó del autobús que lo dejó en la plaza del pueblo.
Don Ernesto lo recibió con una mueca.
—¿Vienes a certificar mi locura? —dijo sin saludar.
—Vengo porque me han dicho que no estás bien —respondió Javier, con más cansancio que cariño.
Los días siguientes fueron un desfile de incomodidades. Javier intentaba que su padre fuese al centro de salud, lo invitaba a comer al restaurante, le hablaba de mudarse a la ciudad. Pero Ernesto solo quería caminar por el bosque, observar piedras, revisar unas cámaras escondidas en los árboles.
Una tarde, cansado de la situación, Javier lo encaró en la cocina:
—¿Te das cuenta de que la gente se ríe de ti? Que has pasado de ser un tipo raro a un viejo demente. ¿Qué ganas con todo esto?
Don Ernesto lo miró con los ojos encendidos.
—¡Gano ver lo que tú nunca verás si no aprendes a mirar! ¿No ves cómo la naturaleza se abre camino? ¿No te has fijado nunca en cómo una flor brota del cemento? ¿Crees que es casualidad?
En ese momento, el padre se tambaleó. Se agarró al respaldo de la silla y luego cayó al suelo. Javier, aterrorizado, lo levantó como pudo y lo llevó al hospital. Allí lo estabilizaron y lo ingresaron en la UCI. "Una crisis seria, pero controlada", dijo el médico. "Mejor que vuelva a casa. Le avisaremos".
Esa noche, solo en la vieja casa, Javier no pudo dormir. Dio vueltas por el salón hasta que entró en el despacho de su padre. Una mezcla de laboratorio, taller y estudio desbordado. Había cuadernos llenos de esquemas, fotografías borrosas de plantas creciendo en muros, frascos con tierra, lupas, linternas, piedras marcadas con letras y hasta grabaciones de audio.
Puso una. Era la voz de su padre:
—Día 143. He colocado la trampa. Piedra partida, orientación oeste. Ellos solo vienen cuando el viento gira, y sólo si no los miras de frente. Se sienten observados. Solo desde el rabillo del ojo...
Javier se quedó helado. En un mapa, vio una localización marcada con un círculo rojo y una nota: "21:37. Esta noche". Decidió ir. No sabía muy bien por qué, pero una voz dentro de él, la misma que lo empujó a subirse a aquel autobús, le decía que tenía que hacerlo.
Al llegar al bosque, se escondió entre los arbustos. La roca señalada era grande, resquebrajada, con musgo en las ranuras. El viento empezó a soplar. No uno normal, sino uno que parecía moverlo todo con una cadencia extraña. Javier aguantó la respiración. De pronto, por el rabillo del ojo, vio algo moverse.
No se atrevió a girar la cabeza. Sabía que si lo hacía, se iría. Solo miró al frente, y entonces lo sintió: una pequeña figura, como hecha de corteza y hojas, se deslizó hasta la grieta. Abrió su diminuto saco y colocó una semilla con delicadeza. Luego, desapareció entre los matorrales como si nunca hubiese estado.
Javier parpadeó. ¿Lo había imaginado? Recogió las cámaras ocultas por su padre y regresó a la casa. Descargó las imágenes y, al verlas, se le cortó la respiración. Allí estaba. El pequeño ser. Sembrando vida donde sólo había piedra.
Justo entonces, sonó el teléfono. Su padre estaba despierto, estable, en planta. Podía visitarlo.
Javier corrió al hospital. Al ver a su padre con los ojos abiertos, sonrió como no lo hacía desde niño.
—Papá... lo vi. Grabé al plantasemillas. ¡Es real! Podemos enseñarlo al mundo, a la comunidad científica ¡todo el mundo conocerá tu nombre!
Don Ernesto sonrió débilmente.
—No, hijo. No lo compartas. Si han estado a salvo todo este tiempo es porque nadie los ha buscado. Que sigan así. Pero me alegro de que por fin hayas visto.
Javier apretó la mano de su padre.
—Lo siento. Por no ver antes. Por no creer.
—Tranquilo. Ya estás aprendiendo a mirar.
Desde entonces, Javier nunca volvió a mirar la ciudad igual. Cada vez que veía una plantita saliendo entre las baldosas o una flor creciendo en una grieta del muro, sonreía. Sabía que no estaba sola. Sabía que, en silencio, los plantasemillas seguían haciendo su trabajo. Y que su padre, al que una vez llamó loco, había sido siempre un sabio que veía donde nadie más sabía cómo mirar.
En un pequeño pueblo de montaña, Javier visita a su padre, Don Ernesto, al que todos llaman “el loco de las piedras”. Tras descubrir su laboratorio y las grabaciones de diminutos seres que plantan semillas en las grietas, Javier presencia en el bosque la aparición de un “plantasemillas” y aprende a mirar el mundo con nuevos ojos.
Este cuento despierta la curiosidad científica y refuerza la importancia de la observación detallada, esencial en la edad escolar. Ayuda a los niños a comprender la diversidad de perspectivas (familia y pueblo), promueve la aceptación de lo distinto y fomenta el asombro ante los pequeños milagros de la vida cotidiana.
Los protagonistas viven el choque entre generaciones: el hijo que se ha alejado y el padre excéntrico que es incomprendido. Muchos niños y niñas pueden identificarse con la necesidad de ser escuchados y con el descubrimiento de aficiones o pasiones poco convencionales. Además, conecta con la fascinación natural por insectos, plantas y el entorno cercano.
Inculcar el valor de la observación y la curiosidad ayuda a los niños a descubrir milagros en lo cotidiano. Este cuento invita a compartir paseos atentos, a escuchar sin juzgar y a valorar las pasiones poco comunes, fortaleciendo el vínculo y la comunicación familiar.
"Tranquilo. Ya estás aprendiendo a mirar."
Este cuento forma parte de la colección de fantasía y naturaleza de Runruneando. Si quieres explorar más historias que combinen imaginación y respeto por el entorno, visita Runruneando.