
🐉 Los dragones de papel
Tiempo de lectura: 5 minutos.
📖 Un cuento para edades de 6 a 11 años.
⏳ Tiempo de lectura: 7 minutos.
📝 Curiosidad, respeto y sabores nuevos: acompañar sin forzar a niños que comen "sólo cuatro cosas".
🗂️ Clasificado en: Cuentos sobre la familia - Cuentos para aprender hábitos saludables - Cuentos para resolver conflictos
En casa de Rober, la hora de la cena era como una tormenta que llegaba cada noche sin falta.
Esa tarde, el padre había preparado pescado y judías verdes con patatas. Lo puso en el plato de Rober con firmeza, como si lo que realmente sirviera fuera una lección.
—Esto huele fatal —dijo Rober, haciendo una mueca de asco—. No lo pienso comer.
—Solo pruébalo —le pidió su madre, con voz agotada—Un bocado. Solo uno.
—Que no. Ya sé que no me gusta.
El padre dejó los cubiertos con un golpe seco sobre la mesa.
—¿Cómo sabes que no te gusta si no lo has probado?
—Porque huele fatal.
—Pues si no comes, te quedas sin play.
—Vale. Prefiero quedarme sin play.
—Pues entonces, ya lo sabes. Eso te lo vas a encontrar mañana para desayunar.
La madre suspiró, se levantó y fue a la cocina.
—Voy a hacerle unos macarrones…
—¡No! —saltó el padre—. Si no quiere cenar, que no cene. No pasa nada por irse a la cama con hambre. Se le va a pasar la tontería.
—¡Tiene diez años! Está creciendo —respondió la madre, mientras ponía agua a hervir.
—Lo que está es malcriado.
Rober los miró en silencio, encogido en su silla, con un nudo en el estómago que no tenía nada que ver con el hambre.
La cena, en casa de Rober, era una batalla que todos perdían.
Unos días después, llegó el verano. El colegio se había terminado, pero aún faltaba más de un mes para irse de vacaciones. Los padres de Rober trabajaban todo el día, así que su madre pidió a su padre, el abuelo Sergio, que lo cuidara en casa hasta que ella volviera por la tarde.
—¿No puede venir la abuela Luisa? —protestó Rober—. Ella sí que cocina bien.
—La abuela está en el pueblo resolviendo unos temas —respondió su madre—. Pero ya verás que con el abuelo también vas a estar bien.
Rober suspiró. No le hacía mucha gracia. “El abuelo es raro”, pensó. “Come cosas raras y siempre habla de recetas con nombres que ni entiendo.”
El lunes por la mañana, el abuelo Sergio llegó con una cesta de mimbre llena de cosas. No dijo mucho, solo le dio los buenos días y empezó a sacar tomates, limones, garbanzos, hierbas, pan y un tarro con algo que parecía... ¿semillas?
A la hora de comer, el abuelo le preparó a Rober lo de siempre: arroz blanco con huevo y un poco de pollo. Pero él se sirvió un plato de calabacines salteados con cúrcuma, garbanzos crujientes y salsa de yogur con ajo. Rober lo miró de reojo.
—¿Qué es eso? —preguntó, con un poco de asco.
—Comida. Riquísima —dijo el abuelo con una sonrisa tranquila—. ¿Quieres probar?
—No, gracias —respondió Rober, encogiéndose de hombros.
—Perfecto. Más para mí.
No hubo comentarios. Ni sermones. Ni amenazas. Solo dos platos diferentes sobre la mesa.
Al día siguiente, el abuelo le propuso cocinar juntos.
—¿Te animas a preparar las patatas?
—¿Con qué? ¿Con kétchup?
—Con romero, ralladura de limón y un poco de pimentón dulce.
Rober lo miró con duda, pero aceptó. Las metieron al horno y cuando salieron, la cocina olía a campo y a fuego.
Las probó. Sabían raras… pero bien. No eran como las fritas de siempre, pero tenían algo especial. Como si tuvieran una historia.
—Están... guays —admitió, sin mirar al abuelo.
—Bienvenido al club de los exploradores del sabor —dijo el abuelo, guiñándole un ojo.
A lo largo de las semanas, Rober empezó a seguir al abuelo por la cocina. Le gustaba ver cómo picaba, mezclaba, cocía, aliñaba.
Fueron juntos al mercado, donde Rober eligió un mango y unos espárragos morados “porque parecían de otro planeta”.
Un día, el abuelo le enseñó a hacer hummus. Otro día, unas hamburguesas vegetales que Rober escupió entre risas.
—Saben a barro —dijo.
—Pues más para mí —contestó el abuelo sin perder la sonrisa.
Algunas cosas le gustaban. Otras no. Nadie se enfadaba por ello.
—¿Siempre te gustaron todas esas cosas? —le preguntó Rober un día mientras pelaban zanahorias.
—¡Qué va! De pequeño solo quería bocadillos de chorizo —respondió el abuelo—. Pero un día probé una alcachofa sin saber lo que era. Y me encantó. Lo importante no es que te guste todo. Es que no cierres la puerta antes de mirar qué hay detrás.
Rober pensó en eso. En los espárragos que parecían alienígenas. En las patatas con limón. En el mango dulce que no se parecía a nada que hubiera probado antes.
El último viernes de julio, el abuelo le propuso hacer una cena especial para sus padres.
Prepararon arroz con verduras, hummus con pan de pita, chips de zanahoria, brochetas de pollo al curry suave.
Rober cocinó. Rober probó. Rober eligió.
Cuando sus padres llegaron, no se esperaban ver la mesa puesta, las velas encendidas, y a Rober sonriente, con el delantal atado a la cintura y las manos todavía con olor a ajo.
—¿Eso lo habéis hecho vosotros? —preguntó su madre.
—Sí. ¿Queréis probar?
El padre, desconcertado, se sirvió en silencio. Rober también. Incluso se puso en el plato un poco de ensalada con mango.
El abuelo, desde la cocina, los observaba. Limpiaba sus gafas con un trapo, tranquilo. Y cuando Rober le lanzó una mirada cómplice, le guiñó un ojo.
Nadie le dijo a Rober lo que tenía que comer.
Nadie lo obligó a probar lo que no quería.
Solo le mostraron el camino, lo acompañaron…
y dejaron que su curiosidad hiciera el resto.
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Rober, un niño que solo come “cuatro cosas”, pasa el verano con su abuelo Sergio, quien le enseña a explorar sabores nuevos sin presiones. A través de la cocina compartida, Rober descubre la curiosidad, el respeto y el placer de probar ingredientes diferentes.
Este cuento muestra que el aprendizaje de hábitos saludables puede ser divertido y libre de conflictos. Fomenta la curiosidad culinaria, la autonomía en la elección y el respeto al propio ritmo, aspectos clave en el desarrollo de la autonomía infantil.
Muchos niños se resisten a probar alimentos nuevos. Aquí se refleja la experiencia del rechazo inicial y la evolución hacia la apertura y el disfrute, gracias a un acompañamiento sin juicios. Conecta con la relación especial con los abuelos y la magia de cocinar juntos.
Acompañar sin imponer genera confianza y fomenta la curiosidad natural de los niños. Mostrar sin obligar y celebrar cada pequeño avance refuerza la autonomía y el amor por la comida saludable.
"Bienvenido al club de los exploradores del sabor."