🌒 Horizontes lejanos 11 – Interludio: Isaac

🌒 Horizontes lejanos 11 – Interludio: Isaac

📖 Un cuento para edades de 13 a 16 años.

Tiempo de lectura: 21 minutos.

📝 En un claro nocturno, los recuerdos y la verdad empujan a Isaac al borde de sí mismo.

🗂️ Clasificado en: Cuentos para aprender emociones - Cuentos de ciencia ficción

La música del festival aún flotaba en el aire como un eco lejano cuando Isaac se alejó de la colonia. Caminaba rápido, con los dientes apretados y los puños cerrados, como si con cada paso quisiera dejar atrás la punzada en el pecho. El zumbido tenue de los sistemas de seguridad, el susurro de las plantas luminescentes, el olor a especias dulces y a noche húmeda. Todo seguía allí, como si nada hubiese cambiado. Pero él no estaba. No del todo.

El sudor le bajaba por la espalda, no por el calor, sino por todo lo que sentía por dentro. Era rabia, era miedo, era dolor. Y lo odiaba. Odiaba sentirlo. Odiaba no poder controlarlo. No podía sacarse de la cabeza la imagen de Aura con Soren. Sus cuerpos en sincronía perfecta, saltando como si fuesen una sola persona. Las risas. La complicidad, esa forma de mirarse con confianza. Se gustaban y lo sabían. ¡Era evidente y a la vista de todo el mundo!.

Y luego, la mirada culpable de Aura, saliendo a buscarlo como si aún él le importara. Como si pudiera arreglarlo con otra palabra suave o una excusa barata. Pero lo que lo había quemado por dentro era verla sonreír a otro como solía sonreírle a él. Esa sonrisa que él creía suya. Propia. Su tesoro. Eso no se cura con facilidad.

Se le retorció algo en el pecho. El pensamiento le pareció absurdo y patético, pero no podía evitarlo. Había algo infantil y primitivo en esa sensación: una mezcla de pérdida, de humillación y de furia sorda. Se sentía como si le hubiesen arrancado algo sin permiso. Aunque lo sabía, claro que lo sabía: Aura no era suya, y así debía ser porque ella se lo había repetido muchas veces: se quiere desde la libertad, no desde la posesión. Qué narices significaba eso, él sólo sentía inseguridad con esas palabras.

Inseguridad alimentada por los celos y la envidia. Por su miedo a no ser suficiente. Por la certeza secreta de que Aura era mejor que él. Que siempre lo había sido. Más brillante. Más fuerte. Más libre.

"Qué idiota", pensó, apretando los puños hasta que le crujieron los nudillos. Se dejó caer en las hierbas altas del claro, las dos lunas colgando sobre él como testigos indiferentes. Se tumbó boca arriba, jadeando, con el pecho ardiendo y la mente girando como un torbellino.

No era la primera vez que lo perdía todo sin que a nadie más le importara.

Y entonces, la memoria le dio una bofetada.


Tenía trece años cuando lo seleccionaron para el programa.

En la Tierra, su vida era limitada, sí, pero no vacía. Creció entre bloques de hormigón desconchado, techos oxidados y parques improvisados en antiguos descampados, donde los niños jugaban entre cables pelados y estructuras derruidas como si fueran fortalezas. Allí era fuerte. Allí era alguien. Tenía un grupo. Tenía amigos que lo seguían, que reían con sus ocurrencias, que le pedían ayuda para escalar, para defenderse, para colarse en algún almacén abandonado. Nunca destacó por sus notas, pero sabía cómo moverse. Cómo cuidar. Cómo imponerse cuando tocaba. Y esa era su forma de sentirse válido.

Sus padres, Ana y Marcelo, eran trabajadores incansables. Ana se encargaba de tareas de distribución de agua, a veces doce horas seguidas, a veces más. Marcelo reparaba techos de losas filtrantes, siempre cubierto de polvo metálico. Llegaban a casa agotados, los pulmones llenos de un aire que ya no era aire, con la piel irritada por la contaminación y el cuerpo dolorido por los años. A veces, mientras Isaac les hablaba, ellos se dormían en mitad de la frase. O cambiaban de tema para discutir sobre las necesidades del bloque, sobre la anciana del tercero que se había quedado sin oxígeno, sobre el niño nuevo con síntomas de metales pesados. Estaban ahí, pero no del todo. Siempre atendiendo a todos, menos a él.

Y aun así… los quería. Los recordaba compartiendo con él los sobres de proteínas rehidratadas como si fueran manjares. Su madre abrigándolo con la manta buena durante las noches heladas. Su padre enseñándole a forjar cuchillas a partir de latas fundidas. Eran recuerdos de amor. Pequeños. Irregulares. Pero reales. Por eso, cuando se enteró de que lo habían inscrito al programa sin consultarle, algo dentro de él se rompió. “Una oportunidad irrepetible”, le dijeron. Pero él lo escuchó de otra manera: “Ya no sabemos qué hacer contigo. Te mandamos lejos. Quizá allí encajes”.

Ellos no pasaron las pruebas. Ni físicas, ni psicológicas. Se quedaron fuera. Isaac entró por los pelos, solo porque un chico más brillante decidió no marcharse. Isaac fue el suplente que tuvo suerte. O eso decían. Él se sentía fracasado. Sus resultados físicos habían sido excelentes, pero el resto... no. En las entrevistas, los examinadores lo miraban con frialdad. Le hacían sentir como un salvaje educado a medias, como un proyecto de colono al que valía la pena llevar solo si no había nada mejor.

La Tierra ya era una ruina que se desmoronaba entre guerras, basura y desesperación. Había colas para todo. Colas para agua. Colas para oxígeno limpio. Colas para la muerte. Su barrio olía a óxido y resentimiento.

El día que se despidieron, su madre lloraba. Su padre le acarició la nuca con torpeza. Él solo les dijo:

—No hace falta que finjáis que os da pena. Sabéis que os estoy haciendo un favor.

No se volvió para verlos romperse. Porque si lo hacía, se desharía él también. Y tenía que endurecerse. Si no, no sobreviviría.


Cuando conoció a Aura, la odió. De inmediato. No porque le hiciera nada. Aura era solo una niña rara, brillante y contenida. Pero lo tenía todo. Una madre importante. Amigos que la miraban con ternura. Una forma de estar en el mundo que no parecía pedir perdón por existir.

Isaac no sabía encajar eso. En la nave, al principio, todo era un desafío. Se adaptó rápido a los entrenamientos físicos: escalada en gravedad variable, carreras en simuladores de atmósfera inestable, fuerza funcional para manipular herramientas pesadas. Allí brillaba. Su cuerpo respondía como una máquina bien afinada, sus prótesis biomecánicas convertían cada movimiento en algo casi salvaje, potente, certero. Lo admiraban por eso. Le daba placer. Le hacía sentir útil, valioso.

Pero en las clases cognitivas o técnicas, todo era diferente. El software de navegación se le atragantaba. La teoría sobre ecología adaptativa le parecía abstracta. Los laboratorios eran un caos de instrucciones que se le escurrían entre los dedos. Los instructores lo presionaban. Y, lo que era peor, algunos se dirigían a él como si su fuerza fuera lo único que tenía que ofrecer. Como si no hiciera falta esperar nada más de él.

Y entonces estaba Aura.

Aura, que se tomaba su tiempo para responder con precisión, que resolvía simulaciones complejas en minutos. Aura, que se exigía y aprendía con disciplina. Aura, que no siempre destacaba en todo, pero mejoraba sin pausa. Era rápida, ágil, fuerte… sin ser la mejor. Pero lo suficiente para ser respetada. Incluso en los entrenamientos físicos, donde él brillaba, ella no desentonaba. Ejecutaba con precisión, con constancia. Eso lo sacaba de quicio. Porque no podía ganarle de manera clara sin esforzarse a fondo. Y aun así, lo hacía. Y aprovechaba ese margen. Se vaciaba en las pruebas cada vez que le tocaba competir contra ella. La empujaba al límite. No por superarla, sino para hacerla quedar en peor lugar.

No lo hacía con los demás. Solo con ella. Porque con ella, dolía más. Porque ella era todo lo que él no. Y por eso buscaba cualquier ranura por la que colarse. Cualquier inseguridad que pudiera explotar. Y la encontró.

—Estás aquí por tu madre, no por ti —le soltaba, casi a diario—. Si ella no fuera quien es, ya te habrían echado. Aura no contestaba. Al principio, lo ignoraba. Pero su cuerpo hablaba: la tensión en la mandíbula, la mirada baja, los dedos crispados. Y eso le bastaba a Isaac para saber que estaba tocando donde dolía.

Durante un tiempo, creyó que ganaba. Ella empezó a evitarlo, a aislarse. A actuar erráticamente y a cometer errores. Pero un día, algo cambió. Aura dejó de responder, sí, pero de otra forma: se volvió impermeable. Lo ignoró con una frialdad total, con una determinación que descolocó a Isaac por completo. Y lo que fue peor, el resto la siguió. Nadie más se rió con él. Nadie más lo secundó. Dejó de ser el alfa burlón y pasó a ser el bruto incómodo.

Se volvió un animal herido. Se retiró. Y desde las sombras, comenzó a observarla. A aprenderla.

Su manera de tocar las cosas con delicadeza. Su forma de callar cuando pensaba, como si organizara el universo dentro de sí. Cómo se alejaba cuando algo la afectaba, con ese gesto de recogerse los brazos como si quisiera protegerse del mundo. Cómo fruncía el ceño cuando leía. Cómo no se dejaba dominar por nada, ni siquiera por el miedo.

Y entonces, se obsesionó.

No lo sabía aún, pero estaba aprendiendo a vivir la vida a través de ella. A interpretarse a sí mismo en el reflejo que Aura no le ofrecía.


Su mente saltó a otro recuerdo: la cueva. El derrumbe. Aura herida. El mundo encogiéndose a su alrededor mientras él la cargaba en brazos. Nada importaba excepto salvarla.

No recordaba cuándo había dejado de odiarla para pasar a admirarla. La envidia seguía ahí, pero a fuerza de observarla, de leerla como si fuera un idioma secreto, había empezado a desarrollar cierta devoción por ella, a descubrir todos sus matices. Era capaz de entender sus estados de ánimo, se alegraba por ella cuando parecía feliz y se encogía de preocupación cuando la veía en dificultades. Y aquel día todo estaba muy mal.

El impacto de la caída aún le dolía en el cuerpo cuando abrió los ojos y vio su rostro iluminado por una linterna. Su voz temblaba, pero estaba entera. Eso le dio fuerzas para moverse. Cuando ella le ofreció agua, fue como si le ofreciera todo. Y cuando intentó liberar su pierna atrapada, cada quejido de ella lo atravesaba como cuchillas.

Pasaron horas en aquella oscuridad. Isaac, con el pulso firme, revisando galerías, decidiendo rutas, tomando decisiones. Aura confiaba en él. Él la protegía. La cargó cuando ya no pudo más y corrió con ella en brazos, guiado por una mezcla de instinto, adrenalina y miedo. No sabía si era el ruido de la criatura o el temblor del suelo, pero algo en él se activó: tenía que sacarla de allí. Y lo hizo.

Lloró de alivio en silencio cuando la empujó por el hueco. Nunca lo había hecho. No desde que dejó la Tierra. Sintió que ella era suya. Su responsabilidad. Su destino.

Quizás fue por sobrevivir juntos o por ser de los primeros que empezaron a conectarse a través de la veridita, la cuestión es que Aura empezó a mirarlo de otra manera. Y él disfrutaba de la atracción, de cómo ella se desmontaba a su lado. Por primera vez se sintió válido, digno, capaz.

Pero llevaba tantos años aprendiendo que él no era suficiente que tenía el terror constante de que lo que estaba pasando fuera un espejismo. Y eso lo destrozaba.


A pesar de todo lo vivido, el vértigo seguía ahí. Cada gesto de Aura lo impulsaba a una cima para luego dejarlo caer. Nunca estaba seguro de dónde pisaba con ella. A veces, una mirada suya lo elevaba. Otras, un gesto indiferente lo dejaba tambaleando. Se sentía juzgado como si nunca fuese suficiente. Como si ella esperara de él una versión que no sabía si podía llegar a ser. Y en esa duda constante, su corazón se colmaba de inseguridad.

¿Por qué con Aura todo era tan intenso, tan difícil? ¿Por qué no podía mirarlo como lo hacía Zoe?

No era que Zoe apareciera en su vida en un momento puntual. Siempre había estado ahí. Callada, leal, constante. Y aunque él hubiera tenido solo ojos para Aura durante tanto tiempo, había algo en la forma en que Zoe lo miraba que lo interpelaba sin palabras. Era devoción. Aceptación. No necesitaba esforzarse para impresionarla. No necesitaba brillar, ni justificar su lugar en el grupo, ni esconder sus lados más oscuros. Una noche, después de discutir con Aura hasta quedarse sin voz, escapó del laboratorio y se refugió en el invernadero. No sabía por qué fue allí. Tal vez porque el aire era más cálido. Tal vez porque algo dentro de él intuía que Zoe estaría.

Y así fue.

Ella no preguntó nada. Le ofreció escucha serena. Se sentó a su lado y él, por primera vez, se permitió hablar. Sin rabia, sin máscaras y sin escudos, desnudándose sin acomplejarse por sus sentimientos. Zoe lo escuchaba en silencio, como si cada palabra que decía mereciera su espacio y como si sus emociones, incluso las más feas, fueran legítimas.

Y se sintió, por primera vez, completo. Amado sin condiciones y sin exigencias. Y eso lo aliviaba. Y también lo llenaba de una energía nueva, distinta.


Como Zoe siempre había estado ahí e Isaac lo sabía, en el fondo, también sabía que se aprovechaba de ello. La buscaba cuando se sentía solo, herido o vacío. Se refugiaba en su calidez, en su manera de mirarlo como si valiera algo, como si no hiciera falta que cambiara. Y luego... se iba. Volvía con Aura, a su obsesión, a su necesidad. Sin preguntarse qué dejaba atrás. No era que quisiera hacerle daño, pero tampoco pensaba en ella. Zoe era el lugar seguro al que acudir cuando se sentía perdido, y luego, simplemente, la dejaba atrás, con el corazón lleno de escombros que él no se molestaba en ver.

Pero hubo un día en que se rompió el patrón. Un día en que ella fue la que necesitó ayuda, y él no pudo quedarse quieto. Cuando supo que Zoe estaba en peligro, algo le estalló por dentro. Una ansiedad distinta. Más limpia. Más urgente. No era culpa, ni necesidad, ni deseo. Era una certeza que le taladró el pecho: no podía permitir que le pasara nada. No a ella. Y fue entonces cuando corrió, no para buscar consuelo, sino para ser consuelo. Por primera vez, fue él quien acudió a ella.

La tormenta de arena fue una locura. El rugido del viento, el chirrido de las estructuras vencidas por la arena corrosiva, los gritos en la base principal... y luego, el silencio tenso de las comunicaciones cortadas. Cuando se ofreció voluntario para ir a buscar a los científicos, le dio rabia ver las reticencias de los adultos. Pero lo tenía claro, tenía que ir. Porque Zoe estaba allí. Y porque por fin podía demostrar que valía algo más por tener un cuerpo grande de respuestas impulsivas.

Durante ese viaje algo cambió en él mientras veía cómo cambiaba también la forma en la que lo miraban los adultos, como un igual. Como un líder. No como el chico impulsivo al que toleraban por su fuerza.

Recordaba el momento exacto en que la encontró. Bajo una planta enorme, herida, apenas consciente. Sus labios resecos murmuraron “la planta me protegió” antes de desvanecerse. Isaac la cargó como si fuera lo más valioso del planeta. Porque, en ese instante, lo era.

Durante aquella travesía, fue él quien tomó las decisiones. Él quien cuidó a los heridos. Él quien calmó a los galebres cuando se inquietaron. Aquello lo marcó. Pero también le dio vértigo.

Ese viaje fue liberador pero al volver, cuando Zoe le sostenía la mirada con ternura y Aura los vio juntos, lo invadió un sentimiento de culpa, de estar haciendo algo malo. Si ya sentía que lo suyo con Aura pendía de un hilo, el miedo a perderla en ese momento lo destrozó por dentro.


Volvió al presente. Al claro. A la noche. Al nudo en el pecho.

El aire era denso, inmóvil, como si el tiempo también se hubiese detenido con él. La hierba húmeda rozaba su espalda mientras las dos lunas colgaban arriba, iguales que antes, indiferentes a todo lo que él acababa de revivir. Pero algo había cambiado en él. Lo sentía latiendo en la garganta.

Entonces, unos pasos sobre la tierra removieron el silencio. Isaac se incorporó de golpe, aún con la respiración entrecortada, dispuesto a encarar a Aura. A decirle lo que dolía, lo que ardía. A gritarle que no podía seguir mirándola sin romperse por dentro.

Pero no era ella.

La silueta que se recortaba contra la luz plateada era más redondeada y tenía el pelo rizado. Zoe.

Ella se hizo la sorprendida al verlo allí, como si hubiera sido casual. Pero ambos sabían que no lo era. Zoe siempre encontraba la manera de estar cerca cuando él se rompía.

Él bajó la mirada, pero no se resistió cuando ella se acercó. Volcó en ella todo lo que no podía entregarle a Aura: las palabras desbordadas, la rabia ciega, la tristeza pegajosa que no sabía cómo quitarse de encima. Pateó piedras, masculló reproches, escupió su dolor en frases torpes. Y cuando ya no quedó más que el silencio entre ellos, ella alzó la mano con suavidad.

Le apoyó los dedos en la mejilla. Lo obligó a mirarla.

Su rostro, bañado por la luz de las lunas, no era el de Aura. No tenía su fuego, ni su misterio, ni ese poder de desarmarlo con una mirada. Pero tenía otra cosa. Tenía calma. Tenía ternura. Tenía una forma de querer que no dolía.

Y él se inclinó. Y la besó.

No fue un beso de deseo. Fue un beso de refugio. De vacío. De necesidad de ser visto por alguien, aunque no fuera quien realmente deseaba mirar.

Ficha técnica del cuento

Resumen

Isaac, participante de un programa de colonización, huye al claro nocturno para enfrentar sus celos y su dolor tras ver a su pareja conectar de forma especial con otro. Revive recuerdos de su infancia en la Tierra, su llegada al programa y su rivalidad con Aura, hasta comprender el valor de la amistad y el refugio que le ofrece Zoe, quien lo ayuda a soltar su inseguridad.

Valores trabajados

  • gestión emocional
  • empatía
  • valentía
  • amistad leal
  • autoconocimiento

Motivos por los que es interesante para los adolescentes

Este interludio explora emociones complejas: celos, inseguridad, culpa y alivio. Conecta con la realidad de muchos jóvenes que viven sus primeras decepciones románticas y la presión de sentirse valorados. Muestra la importancia de expresar el dolor, buscar apoyo y reconocer el valor de vínculos auténticos.

Relación con el mundo infantil

(Para 13–16 años)
Los jóvenes reconocerán la intensidad de las relaciones de grupo, la rivalidad en el rendimiento académico o físico y el dilema de elegir entre la atracción y la lealtad. Identificarán la necesidad de espacios seguros donde compartir emociones sin juicio.

Ejercicios prácticos para seguir trabajando los valores en casa

  • diálogos reflexivos:
    • ¿Cómo gestionas tú los celos o la inseguridad cuando alguien que te importa muestra interés en otra persona?
    • ¿Quién es tu “Zoe” en la vida real, la persona a la que acudes para ser escuchado sin juzgar?
  • actividad simbólica: escribir un diario emocional donde anotar pensamientos intensos y luego compartirlos (total o parcialmente) con una persona de confianza.
  • manualidad: crear un “mapa de refugios emocionales” dibujando los lugares, personas o prácticas (música, lectura) que ayudan a calmarse.
  • actividad específica: practicar en familia o en grupo cinco minutos de expresión libre de emociones (con palabra, dibujo o gestos) para liberar tensión.

Mensaje para padres

Acompañar a los adolescentes en sus altibajos emocionales implica ofrecer escucha activa y espacios de contención. Validar su dolor, enseñarles a expresar sus sentimientos y recordarles que no están solos refuerza su resiliencia y fortalece la confianza mutua.

Frase destacada o moraleja del cuento

"A veces necesitamos caer para descubrir quién nos sostiene de verdad."

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